Herencia - Columna de cine

 



    La primera vez que vi “Herencia” fue con mi abuela en el complejo Tita Merello. Era mi cine favorito, ahí vi también “Nueve reinas” y “Un oso rojo”, parecía una casa grande de fantasmas buenos.  

    Esta es la historia de Peter, que se viene a Argentina desde Alemania para buscar a su novia, y Olinda que lo ayuda porque ella también se vino de Italia hace muchos años buscando a su amor. No es una solo historia de amor, es una historia sobre el amor. Sobre cruzarse el mundo para buscarlo, sobre encontrarlo y sobre qué pasa cuando ya se fué, cuando el objetivo que hizo mover a los personajes ya se cumplió para bien o para mal. Y, en cierta forma, también es una historia de amor entre un joven inmigrante y una señora mayor. Cada uno de ellos tendrá su propio interés romántico correspondiente a su misma generación. Pero hay diferentes tipos de amor, Buenos Aires viene a representar eso para estos personajes, ese amor fraternal entre inmigrantes, entre aquellos que vienen de lejos a buscarse a sí mismos. “Mi casa es su casa” le dirá Olinda a Peter, y con esa frase se resumirá la relación entre ellos.

    De la historia de Olinda no sabemos mucho, solamente que es una mujer que finalmente encontró a su amor después de buscarlo por muchos años y que fue feliz. En la película solo la vemos como dueña y cocinera de su restaurante, no sabemos si efectivamente vivió muchos años con ese novio que vino a buscar. Eso es una de las maravillas de este guión, la historia pasada de Olinda queda en un plano casi de misterio, lo único que sabemos de su pasado es  lo que la búsqueda de Peter le recuerda. Porque en realidad ese motor que los impulsó a emigrar de su país, solo con un nombre para buscar, queda en un segundo plano. Esta es la historia de las segundas oportunidades, de lo que pasa cuando ya se encontró lo que se buscó.

    Durante años Buenos Aires ha recibido oleadas de inmigrantes y lo sigue haciendo. La directora Paula Hernández hace un muy buen retrato de las sensaciones ambivalentes que uno puede tener al llegar o empezar a vivir en la capital Argentina. La película no se detendrá en las típicas postales de la ciudad, porque esta ciudad es choque, es velocidad, es desconcierto. Y esto vale para los inmigrantes pero también lo digo por mi experiencia de bonaerense tratando de llevar una vida porteña. Y aún así como uno puede sentirse perdido en la vorágine del microcentro, también encontrará calidez en la simpleza de los barrios. El restaurante de Olinda es la perfecta muestra de eso. Los mismos comensales aparecerán una y otra vez en este viejo restaurante venido a menos pero que no se resigna a cerrar sus persianas, porque forman casi como una familia. Y por supuesto Peter será recibido por la matrona de esta especie de familia.

    En uno de los grandes momentos de la película, Olinda dice que todavía sigue siendo una extranjera. Hay una gran reflexión sobre las raíces, a la que Paula Hernández le dedica uno de los mejores planos de la película donde Olinda está sentada sobre las raíces de un árbol pensando en volver a Italia. Ella no tiene hijos ni familiares en Argentina, lo único que tiene es su restaurante (que puede vender) y una historia de amor inconclusa. Parecería no tener raíces en Argentina ni en Italia pero, por algo la película se llama “Herencia”.

    Cuando el piso empieza a moverse en el lugar sobre el que uno fundó sus sueños, también uno empieza a dudar sobre sí mismo, sobre lo que está haciendo y sobre si vale la pena seguir. Aparte de Peter y Olinda, los otros personajes también se verán en “crisis”. Desde Luz (Julieta Díaz) en constante conflicto con su novio, hasta Ángel (Héctor Anglada) el mozo con sueños de un mejor pasar económico y Federico (Martín Adjemián) quien no sabe qué hacer con sus sentimientos por Olinda. La incertidumbre y el desconcierto se ciñe sobre cada uno de estos personajes que intentan descubrir qué quieren hacer con sus vidas. Algo similar a lo que habrán experimentado muchas familias argentinas en 2001, y seguramente muchos habrán emigrado. Tal vez todos en algún momento de nuestra vida habremos abandonado nuestra tierra de origen, nuestro barrio, nuestra provincia, nuestro país; siempre en busca de algo mejor. Todos somos migrantes en cierta forma.

    Cuando dejamos nuestro hogar, una de las primeras cosas que extrañamos es la comida, por eso Olinda tiene un restaurante, para poder revivir el sabor de lo que era comer en Italia, su tierra natal. La comida será fundamental y el punto de encuentro con Peter, en el color y la vitalidad de la comida se verá la vitalidad de los personajes quienes a través de la cocina volverán a sentirse como en casa. Porque todos los argentinos sabemos que la cocina es el corazón de la casa. En la cocina, como ya dije, las paredes están pintadas de celeste y blanco, pero de a poco se están descascarando, como en cierta forma nuestro país se estaba viniendo abajo ese año. Pero esta no es una historia pesimista sobre la argentinidad.

    Lo mejor que se puede hacer en esta reseña es invitar al lector a ver la película y que descubra esta historia de segundas oportunidades. Hace unos días le dije a mi psicóloga que la vida me parecía un proceso de continuos abandonos y sustituciones, anoche mientras veía “Herencia” me dí cuenta de que  siempre algo queda, siempre una raíz se aferra a la tierra en este caos.


Vayas a donde vayas, siempre estás a tiempo…

 

    Ese es el motivo que reza el afiche de la película y es la esencia de lo que quiere contar. Siempre y cuando haya encuentro siempre se está a tiempo de volver a empezar, sea dónde sea que uno esté. Porque aunque la pintura se caiga, esas paredes siempre van a poder ser un lienzo en blanco para poder volver a dibujar nuestros sueños.

    Lejos de ser una película llena de certezas y conclusiones, abre un abanico de interrogantes sobre nuestro lugar en el mundo, ¿hacía donde? ¿Por qué? Y ¿para qué emprendemos cada viaje? ¿Qué dejamos? ¿Qué nos llevamos?

    Una de las cosas más lindas que me dejó esta película fue volver a ver a Héctor Anglada. Cuando la ví él ya estaba muerto.  Amaba su personaje de “Pizza, birra, faso” y también recuerdo que un año antes había participado en “Campeones”, una novela en la que los héroes eran boxeadores y recolectores de basura. Tuvo un accidente en su moto, lo atropelló un colectivo. Se murió a los veintiséis años dejando un silencio inexplicable, injusto, solo viento. Yo no sabía que él formaba parte del elenco, hasta que apareció como empleado en el restaurante. Lo vi, estaba ahí, en la pantalla, “Angel” lo llamaba a los gritos Olinda y lo retaba porque lo tenía casi de hijo. Afuera del cine parecía que todo se venía abajo, hacía pocos meses había  estallado una de las peores crisis, todo estaba gris, pero adentro de la sala la imagen de Héctor se proyectaba de nuevo en la pantalla regalándome un momento feliz.

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