Notting Hill - Columna de cine



    Esta película es una de esas comedias románticas con final feliz. Miro muchas películas románticas, de las que terminan bien y de las que no. Notting Hill es una de las que tienen ese final convencional que hoy día llega un poco a molestarnos, pero este no es el caso, en lo personal me da mucha satisfacción que los personajes terminen casados y por formar una familia. Creo que el motivo principal de esto es que el guión es muy bueno, uno llega a empatizar con los personajes de tal forma que queremos que las cosas les salgan bien y para ellos la única forma de ganar es estar juntos.

    Mi abuela Angelita siempre andaba buscando películas en diferentes videoclubs para que las veamos juntas. Generalmente yo las elegía, ella disfrutaba algunas y otras las tenía que soportar. Una sola vez se fue, elegantemente, a lavar los platos para no tener que aguantar mi fascinación por el cine argentino independiente de finales de los noventa. Una tarde ella eligió una película, ya la había visto en el cine con su mejor amiga, pero quiso verla de nuevo conmigo. Allá por el verano del año 2000, alquiló Notting Hill.

    Después de viajar por las rutas en las tres columnas anteriores, pensamos que lo mejor sería tratar de recuperar cómo era la sensación de caminar por nuestras ciudades libremente. Caminar por calles, avenidas, ferias, conocer pequeños negocios. Pasearse por el barrio sin imaginar que a la vuelta de la esquina podríamos chocarnos con la actriz más famosa del mundo. Tal como le pasa a William Thacker (Hugh Grant) al chocarse con Anna Scott (Julia Roberts) en ese pequeño barrio. Así que la volví a ver.

    Empatizo mucho con el personaje de Hugh Grant primero porque es librero. Yo también trabajo en una librería, pero él es el librero que todos queremos ser. La librería es un local antiguo, trabaja con libros de viaje, es atento y considerado con los clientes. En pocos minutos la película muestra los pormenores de este trabajo tan romantizado, desde el tipo que entra a robar la guía turística, hasta el diálogo que William tiene con Anna queriendo decirle de forma sutil que el libro que eligió es malo y cómo le quiere recomendar otro sin que ella se lo pida. Cosas que pasan todos los días en una librería.

    Luego de su primer encuentro, en una esquina de ese pequeño barrio de Londres, William y Anna volverán a cruzarse, dos mundos chocarán para nunca volver a separarse. Podría decirse que es el mundo ordinario chocando con el mundo de la fama. Me gusta pensar que es el mundo de los sueños que choca con el mundo real. No por nada al final de este encuentro, Will dice que fue:

Surrealista… pero lindo.

    Un cuento de fantasía llevado a la realidad. Empieza con una narración en off, como si fuera un cuento: Anna pertenece al mundo de la realeza, vive en un castillo (el hotel Ritz), y baja al mundo de los súbditos, donde se enamora de un plebeyo y juntos deberán enfrentar toda una serie de obstáculos para poder triunfar. Hasta hay un jardín mágico secreto y los encuentros que tienen duran uno o dos días, como si a las 24 horas el hechizo se rompiera.

    Lo mundano y ordinario del mundo de este librero cautiva a Anna. En mi escena favorita de toda la película la actriz acompaña a Will a la cena de cumpleaños de su hermana. Anna causa una hilarante impresión en los amigos de Will cuando la ven entrar. Pero pienso que lo verdaderamente hermoso es verla enamorarse de cada uno de estos personajes, que son un hermoso grupo de perdedores, entrañables e imperfectos (todos con problemas para formar parte de lo que la sociedad espera de uno) pero llenos de amor y de ganas de disfrutar la vida. 

    Es en esa cena donde se da la verdadera magia de este cuento de hadas. En el momento del postre, para ganarse el último brownie, cada personaje tiene que dar un argumento de porque son unos fracasados en la vida. Estos personajes abrazan sus pequeñas o grandes tragedias, viven con ellas y hasta se atreven a reírse de eso. La misma Anna tiene la oportunidad de mostrar sus imperfecciones y burlarse de sí misma.


    Hay luces prendidas, y también hay velas, muchas velas. La iluminación refleja lo especial de esta reunión. La cara de Anna está hermosamente rodeada de velas al momento de abrirse ante los demás. Como si esas velas estuvieran allí para darle un aura mágica a este encuentro entre el mundo de los sueños y el mundo real. Para iluminar ese momento especial de Anna donde descubre que tal vez desea tener algo de esa vida simple, con esas personas simples de las que se acaba de enamorar. Anna acaba de presenciar la magia de lo que es tener una verdadera cena entre amigos.

    Pero ella vive en Beverly Hills y él en Notting Hill. Will pertenece a ese lugar, donde trabaja y viven todos sus amigos. Prácticamente paseamos con él por el barrio durante toda la película. Nos familiarizamos con la calidez de sus calles, su feria y sus transeúntes. Sinceramente me daban ganas de vivir ahí, visitar esa librería, comer en el restaurante del amigo de Will y comprarme el vitral de Beavis and Butthead que vendían en la calle. Y obviamente me encantaría pasar una tarde de sol en el jardín secreto donde Anna y Will se escabullen para besarse. La importancia del barrio radica en que entendemos por completo por qué no es Will quien se muda a Hollywood sino que es Anna quien decide vivir en Inglaterra. Anna abandona su mundo de ensueño para tener una vida más terrenal en el pequeño barrio de Will.

    Esto no significa que Anna deja la fama. Sino que se llega la conjunción perfecta de dos mundos que parecían incompatibles. La escena final en la que Will se atreve a declararse es una gran síntesis de esto. Porque en los planos finales vemos tanto a Anna como a Will a través de unos monitores. Él se ha atrevido a entrar al mundo de ella para impedir que se vaya, los dos se han confesado su amor, ahora los dos están ante las cámaras. Will fue el último en atreverse. Anna ya previamente habría dicho las más icónicas líneas que se hayan escrito para Julia Roberts:


...sólo soy una chica, parada frente a un chico,

pidiéndole que la ame.


    Como bien dicen esas líneas, más allá de ser de mundos distintos, simplemente son un chico y una chica que se gustan, como nos ha pasado a todos nosotros. Pero los dos vienen muy lastimados y les cuesta entregarse completamente a la historia de amor, son torpes, se la pasan midiendo lo que dicen y lo que hacen, les cuesta querer justamente para que no los vuelvan a lastimar. Con toda esta ensalada de padecimientos totalmente humanos es que se puede empatizar tanto. Eso es lo genial del guión que nos lleva hasta el desenlace perfecto de una forma en la que no solo queremos el final feliz, sino que lo necesitamos. Porque nosotros como espectadores ya estuvimos en todos esos estadios de fracaso y seguramente todas las veces que volvimos a tratar de creer en el amor quisimos que se dé el milagro. Ellos sólo quieren estar el uno con el otro. Tienen que atreverse a dar el salto al vacío que implica el comienzo de cualquier relación. Se arriesgaron y después de un montaje de escenas, los vemos en su jardín, sentados sobre esa banca que es el símbolo más evidente del: “y vivieron felices para siempre”.

    Entonces me volví a emocionar con el final, un cierre que tiene todo lo que hoy no quiero para mi vida, con la llegada al ideal máximo de amor convencional. No es el casamiento ni la escena final en el banco del jardín lo que conmueve, sino el disfrutar que a esos hermosos fracasados con los que convivimos dos horas de película esta vez se les cumplió el deseo.

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